CARTAS A THEO, de Vincent van Gogh
En 1990, cien años después de la muerte del pintor Vincent Van Gogh, su cuadro “Retrato del Dr. Gachet” fue subastado y vendido al empresario japonés Ryoei Saito por 82.5 millones de dólares, convirtiéndose, en ese momento, en la pintura más cara del mundo. Sin embargo, en vida Van Gogh solo logró vender un cuadro, y su trabajo artístico se desarrolló en medio de serias limitaciones materiales, además de la incomprensión de sus contemporáneos y una severa inestabilidad psíquica que lo llevó finalmente a quitarse la vida, la madrugada del 29 de julio de 1890, en Auvers-sur-Oise, a los 37 años.
Las cartas que Vincent envió a su hermano Theo desde 1873 hasta pocos días antes de morir, dan cuenta de su tumultuosa vida interior, por un lado, pero también –y esto es lo más importante- nos ofrecen el testimonio descarnado de un ser humano valeroso, enamorado del color –hasta el punto de exprimir los tubos de pintura directamente sobre el lienzo–, obsesionado con la naturaleza y rebosante de ternura, una ternura atravesada por la dolorosa certeza de saberse ajeno a una sociedad que ya apuntaba a caer en las garras del utilitarismo desmedido.
Theo era un marchante de arte, y de su ayuda económica dependía la precaria economía de Vincent; por tanto, las cartas están cruzadas de quejas por la escasez de dinero, por los cuadros que no se vendían –no solo los suyos, sino los de su amigo Gauguin (otro pintor sin recursos económicos cuyas obras, después de su muerte, se vendería por muchos millones de dólares) –; sin embargo, las relación de Vincent con la naturaleza conforman lo mejor y más potente del libro, convirtiendo su lectura en una experiencia inolvidable.
Se consideraba a sí mismo “pintor de campesinos”, y sus modelos eran las mismas personas sencillas que lo rodeaban, y por quienes sentía verdadera devoción. El siguiente fragmento de una de sus cartas, lo retrata de cuerpo entero:
Vamos, viejo, ven a pintar conmigo en el bosque, los campos de patatas, ven, pues, a galopar conmigo detrás de la carreta y el pastor, vente conmigo a ver los fuegos, a tomar un baño de aire puro en la tempestad que sopla sobre la floresta. Ven a meterte en el verde. Yo no conozco el porvenir, si hay que esperar un cambio o no, o si tendremos el viento con nosotros, pero en todo caso no puedo hablar de otra forma; no es en París, no es en America donde hay que buscar, todo es eternamente parecido.
A través de este libro, pues, descubrimos no solo el genio de un creador incomparable, sino también la humanidad de un hombre que, pese a entregar su vida al arte, jamás tuvo poses de artista. Sus amigos eran los mineros, “hombre de las profundidades”, a los que dibujaba mientras caminaban en la nieve por la mañana; los tejedores “de aire soñador”, los carteros, a los que utilizaba de modelos, como cuando le escribe a Theo:
Ahora estoy preparándome con otro modelo: un cartero en su uniforme azul, engalanado de oro, gran figura barbuda, muy socrática. Republicano furioso como el viejo Tanguy. Un hombre más interesante que muchas personas…
Hoy, cuando Van Gogh ha pasado a engrosar la galería de íconos pop, como “el pintor loco que se cortó la oreja”, valdría la pena mirar su vida verdadera, retratada en estas conmovedoras cartas. Y podría darse la feliz circunstancia de que, antes de concluir la lectura, sintamos que ese pintor de campesinos, que se veía a sí mismo como un simple obrero, ya es nuestro amigo.
(Temuco, Mayo 2020)